Extraido de La República
Sabado, 18 de febrero de 2012 | 5:00 am
El manejo noticioso de la información periodística suele deconstruir cuestiones de interés público a efectos de reducirla a segmentos que atraigan a las clientelas esquivas de la producción mediática. Un tema en que este manejo se aprecia notoriamente es aquel de la ciudad, una entidad muy compleja que la información aborda siempre fragmentariamente, de suerte que el espectro tan amplio como entramado de la envergadura urbana deja de ser percibido como una realidad orgánica imposible de entender –y menos administrar– sin abarcar al conjunto de la amplitud y la entraña de sus funciones vitales.
Lima constituye un caso extremo de esa disociación, al constituir una urbe que es tratada por los medios según la notoriedad de aquellas incidencias –aleatorias o políticas– que provean a la prensa o a la TV con material cautivante, asuntos que al ser tratados fuera del contexto orgánico que compete a una ciudad, inducen a suponer que su manejo urbanístico puede también fragmentarse, dando a entender que es posible resolver eficazmente aspectos fundamentales de la infraestructura urbana tratándolos puntualmente, vale decir atendiéndolos de manera inorgánica.
Esta costumbre mediática impone a los municipios un comportamiento errático o igualmente fragmentado, dejando así de exigirles partir de planes orgánicos, que claramente den cuenta de que la gestión urbana debe ser siempre integral, puesto que una ciudad constituye un organismo que exige ser conducido en forma sincronizada para servir cabalmente a sus sumisos usuarios.
La identidad gregaria propia de toda ciudad no sólo es imprescindible para urdir eficazmente los servicios que requieren sus poblaciones dinámicas. Es también una premisa para forjar un consenso sin el cual una ciudad aliena a sus habitantes, al dejar de proveerles un soporte emocional que les permita entender a todo el contexto urbano como un conglomerado que lo nutre humanamente, una matriz sustancial que le permita ubicarse física y psíquicamente, instituyéndose así como el ámbito espacial que equilibra su existencia. La falta de un sentido visionario y concurrente de la realidad urbana propicia descomponer la sintonía social, sin la cual una ciudad se torna agreste y ajena.
Es claramente el caso de Lima, una ciudad que congrega a ciudadanos formales, y a otros informales que subsisten disociados de su manejo urbanístico, como son todos aquellos que mayoritariamente habitan en sus barrios marginales, dentro de unas periferias que poco tienen que ver con los anuncios erráticos de grandes inversiones públicas (víctimas de una expansión desbocada que nunca recabó por parte de la acción estatal el diagnóstico complejo ni menos el liderazgo que hubiera permitido acoger la inmigración proveniente de la Sierra con una estrategia urbana que fuera incorporándola a una ciudad en expansión, debidamente asumida por una noción social lúcida e incluyente). Fruto de esa ineptitud es la extrema raleza de la densidad de Lima, un anemia suburbana que impone a la población la extensión patológica de sus redes de servicios, una amplitud insensata que insume unas madejas de calles y tuberías que no sólo acarrean un enorme desperdicio de tiempo, agua y combustible, sino que hacen imposible dotar de seguridad a sus distantes viviendas.
Esta crasa injusticia segrega naturalmente a la población más pobre, aquella a la que se impone vivir en los extramuros, una discriminación que se lee claramente en el magro suministro de servicios esenciales que un miserable habitante recibe de ayuntamientos ajenos a un planeamiento integral e inclusivo de los recursos urbanos. Basta echar un vistazo a un paraje agreste de algunos de esos suburbios para apreciar claramente que la construcción de puentes, malecones o viaductos constituyen obras públicas que poco tienen que ver con el bienestar exiguo que tendría que fluir hacia la ciudadanía apostada en las distantes laderas de los cerros aledaños, de conducirse la urbe como una ciudad continua, regida integralmente en base a un plan congruente, y no improvisadamente, realizando obras públicas inconexas y fortuitas de escasa trascendencia para la salud efectiva de su humilde mayoría.
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