José Canziani / Luisa Belaunde
Fig. 1 - Ashaninka
del río Pachitea. Foto de C. Kroehle (ca. 1890).
Desde el espejismo colonial del mítico El Dorado, la Amazonía se imaginó y pensó como un espacio salvaje a conquistar. No obstante los siglos transcurridos y las transformaciones que desde ese entonces se han sucedido en los contextos económicos, sociales y culturales, las visiones de la modernidad nacional centralizadas en Lima continúan perpetuando este imaginario en un conjunto de versiones y propuestas que expresan una postura neocolonial hacia los territorios amazónicos y sus habitantes (Espinoza 2007).
Desde esta perspectiva, la selva amazónica es una suerte de geografía predestinada para la extracción de todo tipo de recursos; un territorio capaz de soportar importantes proyectos orientados a lograr un supuesto desarrollo nacional. Así, desde los terribles tiempos de la explotación cauchera a inicios del siglo XX y las masacres de la población indígena acontecidas en el Putumayo y otros lugares, se ha producido una sucesión de intervenciones que continúan dejando como secuela profundas huellas en la gente, los ríos y los bosques amazónicos.
La vastedad del área que abarca la Amazonía en el continente sudamericano y en especial en nuestro país, donde comprende más del 60% del territorio nacional, como también la diversidad y complejidad de los problemas que la afectan, a partir del creciente nivel de inversiones e intervenciones de distinto tipo que se ejecutan o que se proyectan realizar en su territorio, exigen no sólo un examen crítico de estas perspectivas de desarrollo, sino también establecer de forma consecuente nuevas formas de pensar y plantear proyectos alternativos de desarrollo territorial, bajo el concepto central de que permitan formas sostenibles de desarrollo, incorporando la preservación de la identidad cultural de estos territorios, es decir del patrimonio biofísico y cultural de sus habitantes; que fomenten la mejora de las condiciones de vida y propicien la participación cultural viva de sus pueblos.
Como base de reflexión general para plantear estas nuevas perspectivas de desarrollo territorial proponemos cuatro puntos que nos parecen centrales y que a continuación desarrollaremos brevemente:
1) Recuperar la historia de la Amazonía y la memoria de las poblaciones indígenas, ribereñas y mestizas que la habitan, tanto en las áreas rurales como las urbanas.
2) Aproximarnos a las visiones indígenas y locales del territorio y al entendimiento de los conflictos que compromete nuestra visión limeña centralista.
3) Establecer un diagnóstico del estado de la cuestión territorial, desde una perspectiva crítica de los modelos de desarrollo que actualmente se imponen en el territorio.
4) Explorar nuevas alternativas que establezcan en términos distintos las bases del proyecto territorial.
1. Recuperar la historia
del territorio
En términos territoriales, la
Amazonía peruana abarca una extensión de 77.5 millones de ha, es decir un área
que corresponde a algo más del 60% del territorio nacional. Sin embargo, de
utilizar el criterio más amplio que corresponde al de la dimensión de la cuenca
amazónica, esta área resulta aún mucho mayor: 96 millones de ha, es decir una
extensión que corresponde al 75% del territorio de nuestro país (Dourojeani et al. 2010).
Un territorio que si bien en el
imaginario limeño centralista se caracteriza simplemente como el de un uniforme
bosque húmedo tropical, en realidad comprende una gran diversidad de espacios
ecológicos de naturaleza distinta. Imaginario centralista que también niega la
historia de la habitación humana de la selva y asume este territorio como el de
un espacio prístino propio de una selva virgen, cuando la realidad revela un
paisaje cultural, no solo porqué el medio está incorporado a la cosmovisión
indígena, sino también por las modificaciones que las comunidades de pobladores
de diversa índole: indígenas, ribereñas y mestizas, operan en él.
En términos poblacionales
actuales, el censo del 2007 reporta que la población de la selva era de 3’675
mil habitantes, o sea correspondía al 13.4% del total de la población nacional,
en la cual se observaba un crítico índice de pobreza del 48%. En términos
étnicos, la población indígena se agrupa en alrededor de sesenta pueblos que
suman un población de unas 333,000 personas, el 9.1% de la población de las
regiones de la selva.
Sin embargo, para poder
comprender y poner en contexto las actuales dinámicas territoriales como
poblacionales, es imprescindible revisar
la historia de la Amazonía y especialmente recuperar y revalorar la memoria y los
conocimientos de las comunidades nativas que milenariamente habitaron y habitan
este territorio. Comunidades indígenas que con una creatividad sorprendente han
generado saberes adecuados sobre el manejo sostenible de sus recursos,
persistiendo en la preservación y la transformación de sus conocimientos y
prácticas, respondiendo a los contextos de cambios y ejerciendo la resistencia
frente a las múltiples presiones a las que están siendo sometidas de forma
creciente.
Desde el punto de vista territorial, la arqueología y la historia de la
Amazonía revelan tanto una milenaria ocupación del espacio, como también una
dinámica de permanentes y distantes desplazamientos por parte de distintos
pueblos lingüísticos. Estos datos hablan también del despliegue de diferentes
estrategias de ocupación del territorio y del manejo de sus recursos por medio
de la integración de la caza, la pesca, la recolección y la agricultura, con el
establecimiento de distintas formas de asentamiento a lo largo de los ríos y de
los espacios interfluviales.
Grandes cambios en el espacio amazónico se han producido a partir de
fines del siglo XIX e inicios del XX, especialmente con la explotación del
caucho, lo que generó la caída poblacional de muchas comunidades indígenas por la
mortalidad generada por las enfermedades introducidas, la explotación
esclavista y el castigo mediante prácticas de exterminio; mientras a nivel
territorial significó su desplazamiento a zonas ecológicas distintas de las
usualmente preferidas en su modo de vida, al igual que cambios en los patrones
tradicionales de asentamiento y en las propias tipologías arquitectónicas.
Paralelamente se inician procesos de inmigración y la instalación de
poblaciones mestizas de carácter ribereño, que se articulan con un naciente
proceso de urbanización, que tiene a la ciudad de Iquitos como una privilegiada
protagonista. Actualmente, la Amazonia es sujeta a una pujante migración de
pobladores andinos dedicados a la agricultura y la crianza de animales, pero
que también suele involucrarse en actividades altamente destructivas y hasta
ilegales, como la deforestación, la minería informal y la producción de coca
para el narcotráfico (Belaunde 2011).
A partir del boom cauchero se comienza a imponer el dominio de una lógica
urbana en el manejo del territorio amazónico, donde la implantación de ciudades
viene asociada al creciente predominio de una economía de matriz urbana y a la acelerada
demanda de recursos naturales por parte del mercado global. Directrices que
hasta el día de hoy imponen las formas del desarrollo territorial en la
Amazonía y las consecuentes pautas que orientan las políticas del gobierno
central para esta vasta región de nuestro país.
Fig. 3 - Andoas. Efectos visibles de la
degradación territorial generados por la extracción petrolera y la instalación de
la planta de procesamiento a orillas del río Pastaza (Google Earth).
2. Aproximación a la visión
indígena del territorio
La aproximación a la historia de la Amazonía revela como una constante
una historia subyacente de conflictos, entre la visión indígena del territorio
y nuestra visión occidental o “occidentada”. Nuestra visión plantea una perspectiva
dicotómica y de contraposición entre sociedad y naturaleza, donde esta está allí
para abastecernos de recursos y, en última instancia, ser dominada por nuestros
supuestos poderes superiores. En términos territoriales y urbanísticos esta
visión se traduce en una óptica cartesiana y planimétrica, donde el territorio es
alienado de su memoria social y se representa en una cartografía que se reduce
al registro físico, superficial y estático de una realidad territorial que es compleja
y cambiante, tanto desde el punto de vista natural como cultural.
Cartografía en la que se demarcan arbitrarios límites territoriales, que
responden a criterios de administración política y donde se inscriben los
límites de la propiedad privada, o de las concesiones otorgadas por el Estado
para la explotación de los recursos naturales. Mapas donde se trazan las vías
existentes o proyectadas y otras obras de infraestructura. Es decir, un
conjunto de decisiones e intervenciones que se trasladan a un instrumento
planimétrico ajeno a la realidad compleja y a la memoria del territorio en
cuestión, dado que prescinden del punto de vista natural y social de los
habitantes locales. De esta manera, en estos planos se traza lo que agentes
extraterritoriales deciden en cuanto a proyectos de inversión e intervención, y
el tema crítico es ese, que lo representado en mapas y planos bajo esta
modalidad, finalmente termina proyectándose de una forma cruda y dura en las
intervenciones que se operan en el territorio.
La concepción indígena plantea, una percepción indisoluble entre la gente
y los seres del entorno, con los cuales se relacionan como si todos los
habitantes de los bosques y los ríos compartiesen, en cierta forma, una misma
naturaleza humana (Viveiros de Castro 2004). Por esta razón en la cosmovisión
indígena es frecuente la consideración de que el espacio habitado hace parte constitutiva
del propio cuerpo humano, el cual es, a su vez, indisoluble de las redes de
parentesco que unen a las personas entre sí, incluyendo a los diversos seres y
espíritus del entorno que sustentan su alimentación y crecimiento. Con
frecuencia, el territorio es entendido como una secuencia de espacios
concéntricos, que parten de la vivienda que se habita y que se extienden
sucesivamente a las chacras de los alrededores, a los bosques y ríos próximos
donde se pesca, se caza y recolecta, a los espacios más alejados que comportan
recorridos de varios días, hasta alcanzar los espacios lejanos y escasamente conocidos,
donde la memoria individual y ancestral se diluyen progresivamente. Por lo
tanto, es un territorio concebido con una lógica de habitación, y no de
apropiación, que parte del centro del espacio donde se encuentra el hábitat y
que no tiene límites definidos sino más bien bordes porosos en relación a la coexistencia
con otros grupos, espíritus y seres del agua y el bosque con los que se comparte
determinados espacios territoriales (García Hierro y Surrallés 2004).
El conflicto entre estas dos concepciones absolutamente distintas, puede llegar
a cristalizarse de forma dramática, por ejemplo, en el proceso de titulación de
las comunidades nativas. En este caso, se hizo patente la negativa estatal a
reconocer los territorios indígenas ancestrales -no solamente en su extensión,
sino sobre todo en su concepción- lo que condujo al desmembramiento y reducción
de las comunidades a partir de las tierras asignadas con una lógica muy
distinta. El otorgamiento de títulos de propiedad comunal estableció entonces una forma de
delimitación del territorio que no se correspondía con el modo de vida indígena,
ya que la definición de las extensiones de tierras reconocidas se fundamentó
básicamente en criterios agronómicos, y por lo tanto sustancialmente distintos
y ajenos a las actividades y prácticas territoriales de las poblaciones
originarias de la Amazonía. Este concepto estático de “territorialidad” ha obligado
al sedentarismo, dado que debe de haber una “comunidad” asentada en ese
territorio, conduciendo así al aislamiento con relación a otras comunidades del
mismo grupo étnico y a la fragmentación del territorio indígena (Chirif 2006).
3. Establecer un
diagnóstico del estado de la cuestión territorial
Si examinamos los proyectos de inversión que
interesan la región amazónica podemos sorprendernos tanto por la diversidad de
su carácter, como también por su gran envergadura y severos compromisos
territoriales. Pero sorprende aun más constatar como este tipo de
intervenciones, proyectadas o en ejecución, se superponen política, económica y
cartográficamente.
Esta vorágine de inversiones
que se planean realizar en la Amazonía en la próxima década por parte del
Estado y grupos de inversionistas, son escasamente conocidas y están orientadas
tanto a la explotación de distinto tipo de recursos naturales, como a la
construcción de grandes obras de infraestructura en la región. Una fuente de
consulta obligada al respecto ha sido la publicación de Amazonía Peruana en
2021 (Dourojeanni et al. 2010). Efectivamente, en este libro se lanza una documentada
alerta crítica de lo que significaría la realización de todos estos proyectos
propuestos para la Amazonía, sus serios compromisos ambientales como sociales y
sus repercusiones territoriales, que en muchos casos podrían tener
consecuencias irreversibles. Esta perspectiva crítica se refuerza ante la
constatación de que la mayoría de estas intervenciones son de escaso beneficio
regional e inclusive nacional, mientras que las externalidades negativas
dejarían una pesada y lamentable huella en la región.
Entre las obras de infraestructura más
impactantes, podemos mencionar las carreteras de penetración y las
interoceánicas. Es evidente que las carreteras constituyen importantes
instrumentos de desarrollo territorial, resolviendo los requerimientos de conectividad entre regiones y, en articulación
con las redes viales locales, favoreciendo los flujos de transporte de la
población, de bienes y recursos. Pero tampoco se puede dejar de observar que
cuando estas obras se desarrollan sin ninguna planificación y ordenamiento
territorial; a lo que se agrega la escasa o nula regulación del uso del suelo y
de las actividades territoriales por parte de las entidades estatales, resulta en
paralelo un proceso de severa degradación territorial y medio ambiental, que se
encuentra en las antípodas de lo que podemos concebir
como desarrollo territorial, si asumimos el término en su sentido integral.
Para esto bastaría ver las consecuencias de la llamada carretera Marginal
de la Selva, que si bien ha fomentado la articulación territorial y el
desarrollo urbano de ciudades emplazadas en la ceja de selva, también ha traído
como consecuencia un intenso proceso de deforestación y de degradación de
suelos, a raíz de la agricultura temporal y de la proliferación de los cultivos
de cocales asociados al narcotráfico. Al respecto se puede constatar como se
concentran las áreas de cultivo de coca en directa asociación con las áreas
accesibles por carreteras, ya que por ellas no solamente sale la droga sino que
también llegan los insumos químicos para producirla (García y Antezana 2009).
Otro aspecto no menos importante corresponde a los procesos migratorios de
“colonización”, que se desencadenan de forma descontrolada y que se orientan a ocupar
suelos ahora accesibles por las carreteras, donde se aplican prácticas agropecuarias
que no corresponden a la naturaleza del medio y, lo que es más grave,
ejerciendo la presión y el desplazamiento de las comunidades nativas, que de
esta forma terminan siendo expoliadas de su territorio.
Un proceso similar y quizás mayor en cuanto a degradación territorial, se
está ya produciendo en asociación con la vía interoceánica del sur, con el
desencadenamiento de la minería informal del oro en localidades de Madre de
Dios, como es el caso clamoroso de Huaypethue, donde se registra la destrucción
y desertificación de unas 10,000 ha de bosque amazónico, además de la
contaminación de todas las aguas de los ríos de esta parte de la cuenca, por los
insumos químicos utilizados en esta actividad ilegal.
Otros proyectos de infraestructura que se proponen y comprometen severos
impactos territoriales son las hidroeléctricas. Entre estas Inambari, Sumabeni,
Pakitzapango, Urubamba, Vizcata, y Cuchipampa, cuyas líneas de transmisión
serían integradas al sistema brasileño, por lo que no resulta extraño que este
país se constituya en el principal promotor de estos proyectos, ya que de ellos
obtendría los mayores beneficios, como también parece ser el caso de las
carreteras interoceánicas.
Estas hidroeléctricas traen graves consecuencia en el ámbito territorial,
con profundos trastornos ecológicos en el medio ambiente, derivados de las
extensas áreas de inundación que generarían: 40,000 ha en el caso de Inambari, 73,000
ha en Pakitzapango, donde además se afectaría a las poblaciones ashaninka que
habitan la zona.
Otros aspectos no menos importantes a considerar
en estas proyecciones que solo mencionamos brevemente, son las concesiones de
hidrocarburos y mineras, así como las concesiones forestales, que con su
inmensa geometría de lotes se superponen a las áreas naturales protegidas y a
los territorios de las comunidades nativas.
4. Explorar alternativas para
establecer en nuevos términos el proyecto territorial.
Frente a esta compleja y crítica realidad territorial, es urgente y
necesario explorar nuevas alternativas que, dejando de lado planteamientos utópicos
de retorno a tiempos pasados, intenten reencauzar este proceso de cambios, incorporando
el rol protagónico que les corresponde a las comunidades indígenas y mestizas
que habitan la Amazonía.
Una gran tarea es revisar y reproponer las relaciones urbanos rurales,
para ver de reconducirlas a formas más armónica y equitativas, en el marco de
propuestas de desarrollo territorial integrales y sostenibles. Acompañadas del desarrollo
de obras de infraestructura, siempre que estas estén dotadas de adecuados
instrumentos de gestión y gobernanza, que eviten su transformación
en herramientas de aceleración descontrolada de la depredación de bosques,
suelos y ríos. Reproponiendo, con la activa participación de los pobladores
indígenas, ribereños y mestizos, nuevas formas de desarrollo territorial que
contribuyan a mitigar los impactos que han afectado su territorio y los
recursos que garantizaban las formas de vida ancestrales, sustentadas en la
caza, la pesca y la recolección, acompañadas por el cultivo en las chacras.
Alternativas que exploren y planteen la remediación de la degradación
territorial y, por otra parte, impidan caer en la pasiva aceptación como únicas
salidas del desarrollo, en la minería (formal e informal), la extracción de
hidrocarburos, o en otras prácticas que desencadenan la degradación ambiental
(como la deforestación o el cultivo y procesamiento de la coca para el
narcotráfico) y, salvando las distancias, poniendo en cuestión los
emprendimientos agroindustriales que comprometen grandes extensiones de
territorio con la práctica del monocultivo, como el de la palma aceitera, que
significan la imposición de un “desierto verde” en los términos de la extinción
de la diversidad ecológica propia de los territorios amazónicos.
En este marco, un gran reto es como orientar y hacer efectivo el uso del
canon regional para impulsar la construcción de nuevas plataformas de
desarrollo que respondan a las aspiraciones de los pueblos amazónicos, que
eviten caer en el asistencialismo, en la aculturación forzada y en la creciente
dependencia de la monetarización, que disuelve los lazos comunales de
reciprocidad, entre otros aspectos.
Como arquitectos, urbanistas y territorialistas debemos integrarnos al
análisis y la búsqueda de las mejores soluciones, a la concepción de las
propuestas proyectuales pertinentes, a través del despliegue de nuestras
herramientas naturales de intervención: el proyecto arquitectónico, el proyecto
territorial. Bajo el concepto de que así como en las entidades urbanas sigue
vigente la demanda por el derecho a la
ciudad (Lefebvre 1978), este no será completo si no lo integramos al
reclamo por el derecho al territorio.
Fig. 6 - Embarcadero en Santa María de Nieva
(Foto J. Canziani 2012).
Bibliografia
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